¡Gracias vejez! Escritores longevos que demuestran que a la literatura le van las canas


Los escritores longevos, una constante en la literatura que demuestra cómo el lenguaje es uno de los procesos cognitivos que mejor resiste al paso del tiempo.

escritores longevos

Tal vez eres una de esas personas que tiene cierto interés por la creación artística, pasa su vida ocupada entre el trabajo, la familia y las deudas y se pregunta con cuánto tiempo cuenta en esta carrera contra reloj. Quizá ya no eres joven, pasaron tus años de mayor ajetreo y ahora te gustaría dar rienda a la vocación que has reprimido durante décadas.

O, quién sabe, a lo mejor eres solo un curioso que quiere saber si la creatividad artística es posible cuando arribas a esa edad en que es más probable que te comparen con una leve brisa que con un potente ventarrón. En cualquiera de los casos, si el objeto de tus deseos radica en la literatura, te tengo una buena noticia: existen evidencias probadas de que la longevidad es bastante frecuente entre los escritores.

Calíope, musa de la elocuencia, de la belleza y la poesía épica (fuente de la posterior novelística), semeja una de esas chicas que prefieren la apacible madurez antes que la potencia juvenil. Fenómenos como Mozart, quien a los cinco años ya componía obras musicales e interpretaba clásicos con virtuosismo, son extraños entre los que se empeñan organizar de modo hermoso las palabras.

Tal vez sea posible encontrar poetas precoces, digamos un Rimbaud que a los veinte años ya no tenía que escribir una letra más (y no lo hizo), para demostrar que era uno de los grandes de todos los tiempos, sin embargo, resulta más complejo encontrar un novelista capaz de semejante proeza.

Más común resultan, en cambio, aquellos que ya maduros han alcanzado la cumbre literaria o que, a edades avanzadas, continúan creando con un éxito más o menos aceptable.

Para Harold Bloom, polémico e influyente crítico norteamericano, al mundo de la literatura no le ha pasado nada más grande que la obra de Shakespeare, sin embargo, entre la letras hispanas tenemos al que tal vez sea el único en la literatura universal capaz de emular con el dramaturgo Isabelino (y Bloom lo reconoce).

Se trata de Miguel de Cervantes y Saavedra, uno de los creadores de la novela tal y como la entendemos hoy día y de cuya pluma salió la obra más influyente de la literatura en español: “El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha”.

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Cuando Cervantes publicó la historia de aquel manchego a quien “del poco dormir y del mucho leer se le secó el cerebro”, tenía ya 58 años, lo que, para aquella época, era una edad avanzada. De tal caso, los méritos de la obra debemos achacárselos a un anciano.

Los maravillosos diálogos, la complejidad de los personajes, la grandeza de Alonso Quijano, la sabiduría camuflada tras la ingenuidad en Sancho. Todo, cuando se suponía que su creatividad debía empezar a declinar.

Pero Cervantes no es ni mucho menos la excepción de la regla.

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Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.

Así arranca otra de las grandes novelas de la literatura escrita en español: Cien años de soledad, la crónica familiar de los Buendía, donde todo puede suceder, excepto que las estirpes condenadas  cien años de soledad tengan una segunda oportunidad sobre la tierra y que le valió a Gabriel García Márquez el Premio Nobel de Literatura.

García Márquez no era un anciano cuando escribió su novela más importante. Incluso es de los que más joven recibió el galardón de la academia sueca. Sin embargo es también un ejemplo de longevidad pues estuvo escribiendo y publicando hasta que murió, pasado los noventa años.

Tal vez sus últimas obras: “Memorias de mis putas tristes” y “Vivir para contarlo”, no sean obras maestras, pero darían envidia a cualquier joven que se precie de su energía y capacidades cognitivas, y más de un cuarentón se contentaría con ellas.

«José Arcadio Buendía, sin entender, extendió la mano hacia el témpano, pero el gigante se la apartó. «Cinco reales más para tocarlo», dijo. José Arcadio Buendía los pagó, y entonces puso la mano sobre el hielo, y la mantuvo puesta por varios minutos, mientras el corazón se le hinchaba de temor y de júbilo al contacto del misterio. Sin saber qué decir, pagó otros diez reales para que sus hijos vivieran la prodigiosa experiencia. El pequeño José Arcadio se negó a tocarlo. Aureliano, en  cambio, dio un paso hacia adelante, puso la mano y la retiró en el acto. «Está hirviendo», exclamó asustado. Pero su padre no le prestó atención. Embriagado por la evidencia del prodigio, en  aquel  momento  se  olvidó  de  la  frustración  de  sus  empresas  delirantes  y  del  cuerpo  de Melquíades  abandonado  al  apetito  de  los  calamares.  Pagó  otros  cinco  reales,  y  con  la  mano puesta en el témpano, como expresando un testimonio sobre el texto sagrado, exclamó:

-Éste es el gran invento de nuestro tiempo.

(Fragmento de “Cien años de soledad”).

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Otro premio nobel, José Saramago, solo comenzó a ser tomado en cuenta a los 53 años cuando publicó “Manual de pintura y caligrafía”. A partir de entonces, su prolífica carrera solo fue en ascenso, a pesar de que la edad también aumentaba y, con más de 70 años, fue capaz de escribir “Ensayo sobre la ceguera”, una conmovedora reflexión acerca de la responsabilidad de tener ojos cuando otros los perdieron.

Pero la clave de la historia no contada tras estas proezas tal vez esté en un japonés que aún no alcanzado el nobel, pero que año tras años es el favorito de muchos.

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Haruki Murakami escribe sobre personas solitarias, que no están del todo bien de la cabeza, pero se confunden entre la masa pues, para él, la locura no es una excepción sino más bien la regla. Pasó de ser un desconocido a convertirse en betsellers con “Tokio Blues”, la historia de Toru Watanabe un ejecutivo de 37 años que escucha casualmente, mientras aterriza en un aeropuerto europeo, una vieja canción de los Beatles y sus recuerdos lo hacen retroceder con una mezcla de melancolía y desasosiego, a la inestable y misteriosa Naoko, novia de su mejor —y único— amigo de la adolescencia, al suicidio del amigo, el desequilibrio mental de la chica, a su relación con otra muchacha llamada Midori, y al modo en que todo se mescló y confundió hasta la desesperación en sus años universitarios.

La memoria es algo extraño. Mientras estuve allí, apenas presté atención al paisaje. No me pareció que tuviera nada de particular y jamás hubiera sospechado que, dieciocho años después, me acordaría de él hasta en sus pequeños detalles. A decir verdad, en aquella época a mí me importaba muy poco el paisaje. Pensaba en mí, pensaba en la hermosa mujer que caminaba a mi lado, pensaba en ella y en mí, y luego volvía a pensar en mí. Estaba en una edad en que, mirara lo que mirase, sintiera lo que sintiese, pensara lo que pensase, al final, como un bumerán, todo volvía al mismo punto de partida: yo. Además, estaba enamorado, y aquel amor me había conducido a una situación extremadamente complicada. No, no estaba en disposición de admirar el paisaje que me rodeaba.

(Fragmento de “Tokio Blues”).

Al llegar a los 30, Murakami había escrito dos novelas cortas y se planteaba en serio dedicarse por entero a la literatura. Cuando por fin lo decidió, se propuso también modificar su estilo de vida. Comenzó a correr todas las mañanas a primera hora y cuidó al máximo su alimentación.

Al recordar esto en el libro de memorias: “De que hablo cuando hablo de correr”, cuenta que su decisión obedecía a que solo de esa manera podría afrontar una profesión que necesita de una larga vida para que dé frutos y que puede ser sumamente sedentaria.

Algunos pueden decir que muchos descuidaron su estilo de vida y fueron igualmente exitosos. Cuando un periodista le preguntó a Charles Bukowski la razón por la que bebía tanto, este contestó algo así como: porque ninguna buena historia comienza diciendo: “estaba yo comiéndome un plato de espinacas”

Y ciertamente en un tema como el envejecimiento exitoso hay muchas variables a tener en cuenta. Sin embargo, el estilo de vida, es la variable que está en tus manos, es lo que puedes hacer: cuidarte mucho y escribir, ese es tu arma contra el tiempo, tu forma de luchar contra la muerte y poder alguna vez tener la libertad se sentarte frente a la hoja en blanco y escribir algo que erice la piel de quién lo lea.

No importa como lo han logrado otros, sino lo que tú estás dispuesto a hacer.

Referencias bibliográficas:

de Cervantes y Saavedra, M. (1989). El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha. Ciudad de La Habana: Editorial Arte y Literatura.

García Marquez, G. (2008). Cien años de soledad. Ciudad de La Habana: Editorial Arte y Literatura. .

Murakami, H. (1987). Tokio Blues: Editor digital: Ariblack.

Saramago, J. (2008). Ensayo sobre la ceguera. Ciudad de La Habana: Editorial Arte y Literatura.